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Reverencia


Extraido del blog Despertar.
Los valores morales son los más elevados de todos los valores naturales. La bondad, la pureza, la veracidad, la humildad del hombre están por encima de la genialidad, la brillantez, la vitalidad exuberante, por encima de la belleza natural o artística, y por encima también de la estabilidad y del poder de un estado. Lo que se realiza y lo que resplandece en un acto de perdón auténtico, en un acto de renuncia noble y generosa, en un amor ardiente y entregado, es más significativo, más noble, más importante y más eterno que todos los valores culturales. Los valores morales positivos iluminan el mundo, mientras que los negativos son el mayor mal, peor que el sufrimiento, la enfermedad, la muerte o la desintegración de una cultura floreciente. Esta realidad fue reconocida por las grandes mentes, como Sócrates o Platón, quienes repetían continuamente que es mejor sufrir una injusticia que cometerla.

Los valores morales son siempre personales; solo pueden inherir en una persona, y solo pueden ser realizados por una persona. Una cosa material, como una piedra o una casa, no pueden ser moralmente buenos ni malos, la bondad moral no se puede aplicar a un perro o a un árbol. Asimismo, las obras de la mente humana tampoco se puede decir propiamente que sean portadoras de valores morales, no pueden ser fieles, ni humildes, ni amables. Todo lo más, pueden reflejar indirectamente esos valores, en cuanto que llevan la impronta de la mente humana. Solo el hombre, en cuanto ser libre y responsable de sus acciones y sus actitudes, de su voluntad y sus esfuerzos, de su amor y su odio, de su alegria y su pesar, y de su actitud básica permanente, puede ser moralmente bueno o malo.

Una persona que ciegamente desprecia los valores morales de otras personas, una persona que no se da cuenta del valor positivo intrínseco a la verdad ni del valor negativo propio de error, una persona que no comprende el valor positivo inherente a la vida humana ni el valor negativo ligado a una injusticia, esa persona será incapaz de bondad moral en tanto en cuanto está interesada solo en si algo es subjetivamente satisfactorio, en si le resulta agradable, no puede ser moralmente buena.

Toda actitud moralmente buena consiste en la entrega a lo que es objetivamente importante, en el intéres hacia algo precisamente porque tiene  valor. Por ejemplo, dos personas son testigos de que se va a inflingir una injusticia a otra tercera. La que en toda circunstancia se preocupa solo por lo que le resulta agradable, no se dará por aludida porque calcula que el daño causado a otra persona no le reportará ninguna molestia. Por el contrario, el segundo testigo desea que el sufrimiento recaiga sobre él antes que permanecer ajeno a la injusticia que se cierne sobre la otra persona. Para este segundo testigo, la cuestión preponderante no es lo que le resulta agradable, sino lo que es importante en si mismo. Este último se comporta moralmente bien, mientras que el primero lo hace moralmente mal porque omite con indiferencia la cuestión del valor.

El que una persona elija o rechace algo que es agradable pero indiferente desde el punto de vista del valor, depende de los propios gustos. El que una persona tome o no una comida excelente depende de ella. Pero el valor positivo pide una aprobación y el negativo, un rechazo por nuestra parte. Cuando nos encontramos frente a un valor, el modo en que debemos comportarnos no depende del arbitrio del propio gusto, sino que nos tiene que preocupar dar la respuesta adecuada, porque los valores requieren de nuestra parte que les prestemos el interés debido y les demos la respuesta adecuada. Ayudar o no ayudar a una persona que lo necesita no depende del arbitrio del propio gusto, es culpable quien ignora este valor objetivo.

Solo quien comprende que existen cosas importantes en si mismas, que hay cosas bellas y buenas en si mismas, solo quien percibe la sublime exigencia de los valores, cómo nos interpelan, y el deber de volvernos hacia ellos y de dejarnos confirmar por ellos, es capaz de realizar personalmente los valores morales. Solo quien puede ver más allá de su horizonte subjetivo y quien, libre de orgullo y concupiscencia, no está siempre pendiente de lo que “le satisface” sino que, dejando atrás toda estrechez de miras, se entrega a lo que es importante en si mismo; lo bello, lo bueno, solo esa persona puede llegar a ser portadora de valores morales.

La reverencia es la actitud que se puede considerar como la madre de toda la vida moral, pues con ella se adopta ante el mundo una postura que abre los ojos espirituales y permite percibir los valores. De ahí que antes de tratar de las actitudes morales, es decir, de las actitudes que constituyen el fundamento de toda la vida moral, primero debemos hablar de la virtud de la reverencia. La persona irreverente e impertinente es incapaz de cualquier entrega de si misma; o bien es esclava de su orgullo, de ese egoismo atenazante que la hace prisionera de si misma y ciega a los valores y la lleva a preguntarse repetidamente si su prestigio o su propia gloria aumentarán; o bien es esclava de la concupiscencia, que lleva a que todo en el mundo sea solo una ocasión de satisfacer sus apetitos. La persona irreverente no puede nunca albergar el silencio en su interior. Nunca da a las situaciones, a las cosas, a las personas; la oportunidad de desplegar su propio carácter y valor. Se aproxima a todo de una manera impropia y con falta de tacto, tal que se observa solo a si misma,se escucha solo a si misma, y se desentiende del resto. No mantiene una distancia reverente con el mundo.

La persona cuya irreverencia es fruto del orgullo, adopta ante cualquier cosa una superioridad presuntuosa y superficial, y no hace nunca nungún esfuerzo por comprender las cosas desde dentro. Es un “sabelotodo”, el tipico maestro de escuela que se cree que penetra en el interior de las cosas nada más verlas, y que lo sabe todo “al dedillo”. Es una persona para quien nada puede ser más grande que ella misma, para quien no hay nada más allá de su propio horizonte, para quien el mundo del ser no esconde ningún secreto. Es la persona que Shakespeare tiene en mente al escribir Hamlet. Es una persona poseída por una incomprensión obnubilante, sin ambiciones, como Famulus en el Fausto de Goethe, que se considera completamente satisfecho por lo “maravillosamente lejos que ha llegado”. Esta persona no tiene la más minima idea de la anchura y la profundidad del mundo, del insondable misterio y de la inconmensurable plenitud de los valores que se pueden vislumbrar en cada rayo de sol y en cada planta, y que se nos manifiestan en la risa inocente de un niño, asi como en las lágrimas de arrepentimiento de un pecador. El mundo se achata ante su mirada impertinente y estúpida; queda limitado a una sola dimensión, desvaída y muda. Evidentemente, tal persona es ciega a los valores; pasa por el mundo sin enterarse de nada.

El otro tipo de persona irreverente es la dominada por la concupiscencia, saturada de sí misma. Igualmente ciega a los valores, limita su interés a una sola cosa; si algo le resulta agradable o no, si algo le satisface o no, si algo le es útil o no. En todas las cosas ve exclusivamente lo que se relaciona con su interés accidental e inmediato; las considera solamente como un medio para su propósito egoista. Se mueve constantemente en el circulo de su propia estrechez y nunca consigue salir de sí misma. En consecuencia, tampoco conoce la felicidad profunda y verdadera que solo puede surgir de la entrega a los valores, del contacto con lo que es bueno y bello en si mismo. 

No se aproxima a la realidad con impertinencia, pero está igualmente encerrada en si misma y tampoco mantiene con las cosas la distancia requerida por la reverencia. Las mira por encima y solo busca lo que le resulta útil y provechoso. Asimismo, tampoco puede estar en silencio interiormente, ni abrir su espíritu a la influencia del ser, de manera que experimente la alegria de los valores. Por así decirlo, se encuentra en un permanente espasmo egoista. Su mirada se posa sobre las cosas de una manera superficial, sin llegar a comprender el verdadero significado y valor de un objeto. Es corta de vista y se acerca tanto a las cosas que no les da la oportunidad de revelar su verdadera esencia, no les deja el “espacio” necesario para desplegarse completamente y de manera apropiada. Este tipo de persona irreverente también está ciega a los valores, por lo que el mundo no puede revelarle su anchura, altura y profundidad.

La persona reverente se aproxima al mundo de un modo distinto; está libre del espasmo egoista, del orgullo y de la concupiscencia; no llena el mundo con su propio ego, sino que deja a las cosas el “espacio” necesario para desplegarse `por completo. Comprende la dignidad y la nobleza del ser como tal, el valor que poseen las cosas por el mero hecho de ser, en oposición a la nada. Hay un valor inherente a cada piedra, a cada gota de agua, a cada brizna de hierba, precisamente por el mero hecho de ser, porque posee su propio ser, por ser tal cosa y no otra. A diferencia de una fantasía o de una pura apariencia, la realidad de las cosas es independiente de la persona que las considera y está fuera del alcance de la arbitrariedad de su voluntad. Cada cosa tiene el amplio valor general de la existencia.

A causa de esta autonomia de la existencia, la persona reverente no considera nunca a los seres como simple medio para objetivos egoistas accidentales. No son nunca algo que se puede utilizar sin más, sino que se los toma en serio y les deja el “espacio” necesario para desplegarse completamente. 

Cuando se encuentra con los seres, la persona reverente permanece en silencio para darles la oportunidad de hablar, sabe que el mundo del ser es más grande que ella misma, que no es un Dominador que pueda hacer con las cosas lo que quiera, y que debe aprender de la realidad, y no al revés. Permite al ojo espíritual ver la naturaleza profunda de cada ser, deja que cada cosa desvele su esencia y hace que la persona sea capaz de percibir los valores.

La reverencia es el presupuesto indispensable de todo conocimiento profundo, especialmente para percibir los valores. Toda posibilidad de que los valores nos eleven y nos hagan felices, toda entrega deliberada a los valores, todo sometimiento a su grandeza, presupone la reverencia. Con ella, la persona tiene en cuenta la sublimidad del mundo de los valores; con ella, la persona consigue elevar la mirada hacia ese mundo; con ella, la persona adquiere el respeto debido a los valores y a las exigencias objetivas que les son inmanentes y que, independentemente del arbitrio de nuestra voluntad y de nuestros deseos, requieren una respuesta adecuada.

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